La explotación infantil en las canteras de Abeakuta (Nigeria)
El tráfico de niños en el África occidental en manos de los benineses
En la mayoría de los casos, los niños traficados son benineses, al igual que los traficantes y los capataces que los explotan. También hay tráfico de niños en Mali, Togo y Burkina Faso con destino a las plantaciones de cacao marfileñas, pero se trata de una práctica residual en número comparada con el caso de Benin.
Extractos de “Las fronteras se cruzan de noche” de Xaquín López en las canteras de Abeokuta (Nigeria)
El fenómeno tal y como se conoce, es relativamente reciente. No es casualidad que los países receptores de estos niños sean Costa de Marfil, primer productor mundial de cacao, y Nigeria, una de las economías mas potentes del continente. En el polo opuesto está Benin, uno de los países más empobrecidos del mundo.
Si a la pobreza le sumamos la poligamía, con un hombre casado con cuatro o cinco mujeres y con veinte o treinta hijos, la consecuencia irremediable de todo esto es el tráfico infantil. La comunidad de Zakpoktá y el departamento de Ouémé son los principales focos de este tráfico.
El padre es el único que puede tomar la decisión de vender a su hijo, aunque para ello deberá contar con el consentimiento del clan, hermanos, cuñados y tíos del niño. La madre apenas tiene capacidad para tomar decisiones, aunque su opinión a veces es tenida en cuenta.
El traficante suele ser un vecino, un amigo o alguien de la zona; en muchos casos se trata de alguien que conoce el oficio porque lo ha sufrido en carne propia, puesto que ya fue traficado de pequeño. Y aquí está uno de los nudos imposibles de desatar en este complejo entramado; los niños que ahora trabajan en las canteras tienen muchas posibilidades de regresar a sus poblados como traficantes.
No es habitual que los padres y el clan entreguen un niño al primero que pasa por el poblado. Xaquín López. Las fronteras se cruzan de noche
El traficante suele pagar diez euros por niño, con derecho a explotarlo durante cinco años. Sólo si trabaja bien, el traficante lo llevará una semana casa de sus padres por las fiestas de fin de año. Al cabo de los cinco años, el niño volverá a casa con aproximadamente unos doscientos euros en el bolsillo, una auténtica fortuna en los poblados benineses.
Hay un cuarto personaje enigmático en este entramado; el yoruba, el nigeriano dueño de las tierras de la selva donde están las canteras. El traficante alquila el terreno, cinco mil nairas, unos doscientos euros al mes y lo explota directamente con sus niños.
Otra opción es que el yoruba y el fon (traficante benines) vayan a medias en el negocio y se repartan los tres mil nairas, casi veinte euros que cuesta el remolque del typper lleno de arena o grava. Es auténticamente imposible saber cuántas canteras hay en los alrededores de Abeokuta. Hay zanjas que se empiezan a cavar un lunes y el sábado se dejan abandonadas.
Lo cierto es que entrar en el territorio de las canteras es complicado: hay que seguir una serie de pistas de arena que se cruzan unas con otras y que aparentemente no llevan a ningún lado. Sólo un buen conocedor de la zona es capaz de orientarse en un territorio selvático.
Una vez que se encuentren las primeras zanjas, en medio de la vegetación, hay que echar pie a tierra y patear hasta encontrar a las cuadrillas. A partir de ahí, las zanjas se suceden sin límite. Lo normal es que una cantera agrupe a un número de unas veinte o treinta zanjas pegadas unas a otras, pero es imposible saber el número de caneas que hay en toda la selva que rodea Abeokuta.
La carretera entre Abeokuta y Lagos es una procesión incensante de los camiones que cargan los materiales de las canteras. Lagos es la capital económica de Nigeria y una de las megaciudades más pobladas de África. El pujante sector de la construcción necesita los materiales de Abeokuta para seguir creciendo.
Lo que a ningún constructor de Victoria Island, el sky line de Lagos, le importa es si la arena o la grava que utiliza ha pasado antes por las manos de los niños benineses
A medida que el traficante y yo nos íbamos acercando a las zanjas, los niños asustados empezaron a escapar en todas direcciones. «Tranquilos, no somos policias», gritaba Victorin para que no huyeran. Tenían la lección bien aprendida.
La orden de los capataces es que, si alguien extraño entraba en las canteras, tenian que escapar, porque, si los cogían, los darían una paliza, y eso era lo que estaban haciendo en ese momento. «No te extrañe que escapen y se escondan». «Eres el primer hombre blanco que viene por aquí y tienen miedo», me decia Victorin para explicarme la situación.
Al cabo de unos minutos y al comprobar efectivamente que no corríamos detrás de ellos y nuestras intenciones eran buenas, los niños fueron regresando lentamente a su trabajo en las zanjas.
Al acercarme vi el peor de los panoramas que podía imaginarme
Si mis contactos en Benin me hubieran asegurado que me iba a encontrar con semejante situación, no me lo habría creído. A derecha y a izquierda había decenas de pequeñas zanjas cavadas en el suelo. Tendrían entre uno y dos metros de profundidad. En algunas, un chico alto en el foso cavando la tierra no llegaría a asomar su cabeza sobre el nivel del suelo.
En cada fosa estaba trabajando una cuadrilla de tres niños. Me acerqué a una y me puse a hablar con ellos. El mayor que no pasaba de los trece años, cavaba la ladera con un pico. Se llamaba Etienne Montchomi. Venia de Yohoné, un poblado de Zalpoktá. Me dijo que llevaba dos años en las canteras.
Su jornada empezaba al salir el sol, las seis de la mañana y terminaba al ponerse el día, doce horas después. Descansaba de una a tres para comer y para huir del calor sofocante del mediodía. Reconocía que las condiciones de trabajo eran duras, pero no se quejaba. «Aquí, por lo menos, como dos veces al día. En Zakpoktá pasaba varios días sin probar bocado» me decia resignado.
A su lado, un niño de once años. Eugéne Animanou, arrojaba palas de tierra a un tercero que estaba encaramado en la explanada. Había llegado a las canteras en 2006 desde su poblado de Zahla, también en Zakpoktá.
Me contó que lo había traído un vecino, del que no quiso dar su nombre, en coche con otros dos niños. «Están trabajando en otras canteras de aquí. No los veo desde hace unos meses. Los echo de menos, porque eran mis amigos y nos protegiamos entre nosotros, pero Etienne me trata bien», me dijo mientras cogia la pala y me daba la espalda.
Cada cuadrilla está formada por seis niños. Mientras tres trabajan en la zanja, los otros tres se ocupan de cargar el camión y de buscar comida en la selva. En cinco minutos hacen un fuego y echan a la parrilla lo que encuentran. Ese día tenían de menu cuatro ratas abiertas en canal.
El patrón los visita cada lunes y les trae harina de yam, el tubérculo africano, y unos pimientos y legumbres. Con eso y con los que encuentran por la selva tiran toda la semana. Los más afortunados pueden bajar a los poblados a dormir, pero muchos tienen que conformarse con pasar la noche a pie de zanja, a la intemperie, sobre unos plásticos o unas esterillas hechas con ramas.
Trabajan de lunes a sábado y descansan el domingo. Ese día bajan a los poblados, si hay suerte y encuentran un coche que los lleve; si no, se quedan descansando en las zanjas. Los más pequeños de las cuadrillas hacen el trabajo menos duro. Bertin Dosson tiene ocho años y se encarga de remover la tierra que Eugéne le lanza con la pala desde la zanja.
Zarandea la criba con las manos y deja que la arena fina le caiga a los pies; la grava que queda en el apero la arroja al montículo que está levantando. Bertin me contó que su padre se había muerto hacia dos meses y que un tío suyo lo había traído a las canteras. «Aquí me tratan bien, pero el trabajo es muy duro, por eso me quiero volver a mi casa», me dijo mirándome a los ojos como pidiéndome socorro, mientras la arena fina cubria sus pies descalzos y levantaba una nube de polvo que se disolvía a la altura de su frágil cintura.
Cada cuadrilla tiene que levantar una montaña de cinco mil kilos de grava en dos días, que el camión se encarga de venir a recoger. Mientras unos cavan la zanja, otros cargan el remolque del typper. La jornada transcurre en relevos de unas tres horas en cada turno que organiza el encargado. Cuando el traficante ve que el trabajo no va al ritmo que desea, ordena un escarmiento.
En un ritual que los fon han traído de sus poblados, a orillas del río Ouémé. Cuando el patrón se enfada, no tiene que decir nada: llega a la zanja y golpea el suelo o un árbol varias veces con su bastón; luego se lo entrega al encargado, que suele ser el más veterano de la cuadrilla. Todo el mundo en las canteras sabe que se ha dictado un castigo.
El traficante se retira unos metros de la zanja y el encargado elige a uno de los niños de la cuadrilla. Puede ser el que más ha flojeado esa semana o el más rebelde o sencillamente el recién llegado. Lo tumba boca abajo sobre un montículo de arena y le da un escarmiento hasta que el patrón ordena parar.
Todos con cuantos hablé en las canteras me han reconocido los castigos corporales y los malos tratos a los niños. «Si hay que hacerlo, se hace», explican, para que todo funcione correctamente en la selva de las montañas de arena. Incluso el presidente de Abeokuta, Raymond Wusa, asegura que él ha visto algún cadaver infantil enterrado bajo la arena de las zanjas.
A la explotación de los niños hay que añadir una amplia lista de problemas sanitarios.». Vientres hinchados por desnutrición, parásitos intestinales de todo tipo, pérdida de visión y problemas pulmonares por culpa del polvo, y lesiones en los ojos de alguna arena que salta», relata de memoria Mathieu Shanu, el médico de las canteras. Vive con su familia en unas cabañas a unos kilómetros de las zanjas y, cuando un niño se pone enfermo, se lo llevan para que se cure. «Lo peor de todo es la falta de agua, pero ése es un problema que tiene dificil solución», me cuenta resignado ante la situación de los niños.
Para los niños, las zanjas significan la posibilidad de aprender un oficio y de tener trabajo, aunque fuera un trabajo de pico y pala, polvo en los ojos y cuatro ratas a la lumbre en la selva; aunque fuera cavando una fosa que podría convertirse en su propia fosa; aunque fuera durmiendo en una esterilla de ramas en mitad de la selva.
Todo mejor que quedarse en la miseria de sus poblados de Benin. En cualquier caso, no tenían elección, en su vida nadie se había parado a preguntarles por su futuro; un hombre extraño les había puesto un pico en la mano y un trozo de tierra para trabajar. El resto era una cuestión de supervivencia. Xaquín López. Las fronteras se cruzan de noche